Tomar las riendas de tu vida
mayo 6, 2012Número 1 de la revista Psychologies
julio 20, 2012Es sólo una palabra, pero no siempre reunimos las fuerzas necesarias para pronunciarla. La necesidad de agradar a los demás y la influencia de una sociedad que nos acostumbra a acatar normas, nos frena y dificultan el que sepamos que hay momentos en los que es necesario saber dar una negativa.
PALOMA ALMOGUERA
No es signo de mala educación. Tampoco se trata de suscitar agresividad o tiranía. Decir que no es, en ciertas ocasiones, una manera de autoafirmación y defensa de los principios y derechos personales. La tendencia a complacer a los demás, prevaleciendo sus deseos a los nuestros, puede traernos pésimas consecuencias, ya que, como indica Juan Carlos Álvarez Campillo, psicólogo y director del Instituto de Coaching, “la persona que lo hace se pone al servicio del resto de manera negativa, en el sentido de que cualquier cosa que digan es más importante de lo que él o ella piense”.
Hay diferentes causas que nos impulsan a no expresar nuestra verdadera voluntad. Todo depende en gran medida de los roles que asumamos en los contextos en los que nos desenvolvemos. Por ejemplo, en el trabajo, la sensación de inferioridad jerárquica puede llevarnos a aceptar cualquier imposición aunque no sea justa. Ese miedo a la autoridad no hace sino mermar la capacidad resolutiva: “si uno quiere rendir –explica Álvarez Campillo– y ser eficaz en lo que hace, es necesario saber decir que no”. También es frecuente que aceptemos excesos por parte de los seres queridos, atormentados por el temor a perder a la persona amada. No es necesario llegar a situaciones críticas o extremas –como puede ser un maltrato o un abuso– para aprender a decir que no, basta con ser consecuente con tus pensamientos y tratar de llevar relaciones afectivas compensadas y equilibradas.
Desde la infancia nos inculcan la idea de que ser responsable y maduro equivale a no saltarse las normas. Vivir desbordados y no tener tiempo libre es signo de éxito profesional y genera buena imagen social, pero ¿qué ocurre con las necesidades personales? La persona que acostumbra a abarcar todo –puede con trabajo extra y es el primero que acude cuando un amigo tiene un problema– suele disfrazar su egocentrismo bajo esa imagen de “todopoderoso”. Tener miedo al conflicto, a desagradar o a que no nos tengan en cuenta, nos hace caer en una actitud excesivamente complaciente que, por otra parte, no tiene por qué ser la consecuencia de haber tenido una infancia difícil –un padre autoritario, un entorno exigente, etc…–. Según Álvarez Campillo, “depende mucho del propio carácter de la persona, de si tiene lagunas en algún otro aspecto de su vida y pretende llenar la autoestima, la confianza o la seguridad desde fuera: alabando, complaciendo y respaldándose en los demás”. Esta actitud sólo puede encubrir el problema, pero la solución radica en la propia persona.
Entre la agresividad y la sumisión hay un paso: la asertividad. Sartre sostenía que creamos nuestra esencia en la medida que existimos. En eso consiste la asertividad, en concebir la existencia como una condena a la libertad, en ser dueños de nuestras acciones.
La vergüenza de hacer el ridículo –de evitar situaciones en las que seamos el centro de todas las miradas o el popular “tierra trágame”– nos sume en esa actitud de intentar pasar desapercibidos. “Para ser asertivo, hay que buscar la parte positiva en cualquier situación, dar un salto más allá de las cosas que no resultan tan favorables”, aclara Álvarez Campillo. La persona que siempre da un sí por respuesta acaba creando confusión: ¿Se trata de un sí verdadero o es un no encubierto? Responder con autonomía y no ser un instrumento para otros fines distintos a los propios es el primer paso. “Hay que lograr firmeza con uno mismo y no ser tan consecuente con los demás”, concluye Álvarez Campillo.